En 14 de noviembre es el cumpleaños de nuestra querida hermana en Cristo, Felicity Bentley-Taylor, nos enorgullece compartir con todos ustedes un testimonio que refleja la extraordinaria jornada de fe, servicio y amor incondicional. Felicity, cuya vida ha sido una manifestación del poder transformador de la gracia de Dios, nos ofrece en sus propias palabras un recorrido por los momentos más significativos de su vida, desde su niñez en China hasta su labor incansable como misionera en diferentes partes del mundo. A través de estas líneas, no solo conmemoramos un año más de vida de Felicity, sino que celebramos también la obra de Dios en su vida y el impacto de su legado en el Grupo Bíblico Universitario y más allá. Su historia es un testimonio vivo de la fidelidad y la providencia divina, y un claro recordatorio de que, en palabras de Felicity, «a Él solo sea la gloria».
TESTIMONIO DE FELICITY BENTLEY-TAYLOR (Houghton)
Un intento de trazar la misericordia de Dios conmigo y su providencia constante a lo largo de mi vida. Tuve el privilegio de ser criada por padres cristianos. Siendo ingleses fueron llamados por el Señor a servirle como misioneros en China con la China Inland Mission. Mi papá, Stanley Houghton, nació en Inglaterra en 1900 y mi mamá, Dorothy, cinco años más tarde. Llegaron solteros a China hacia fines de la tercera década del siglo pasado; se casaron y tuvieron tres hijos: un varón, Stephen, una hija, Felicity, y otra, Josephine. Nací el 14 de noviembre de 1933 en Yantai, un puerto en la costa norte de la provincia de Shandong.
Quiero dejar en claro que si bien mis padres eran el medio que Dios proveyó para llevarme a conocer a Jesús, mi nuevo nacimiento se lo debo solo a la acción soberana y misteriosa del Espíritu Santo. Que yo, por naturaleza pecadora y rebelde, haya sido perdonada y hecha hija de Dios no es obra mía ni de ningún otro; lo debo exclusivamente a la gracia de Dios.
Esa misma gracia que me acogió desde pequeña me ha perseguido a través de toda mi vida de niña, adolescente y mujer adulta hasta el día de hoy. Por ella, soy lo que soy, como decía el apóstol Pablo (1 Cor.15.10). A quienes lean esta historia les ruego atribuir también a la gracia de Dios la vocación misionera que recibí de él, y a su fidelidad, la medida en que la he venido cumpliendo hasta ahora.
Durante los primeros años de mi vida vivíamos tranquilos en Yantai, junto al mar. Mis papás eran profesores del colegio fundado para la educación de los hijos de los misioneros que trabajaban al interior de China, país, como se sabe, enormemente grande. En 1937 Japón invadió el este chino y cuatro años más adelante declaró guerra contra Gran Bretaña y los EE.UU., después del ataque de Pearl Harbor. Hacia fines de 1942 los japoneses nos internaron en un campo de concentración a todos los que formábamos la comunidad de ese colegio, primero durante diez meses en Yantai y luego en un campo mucho más grande al interior de la misma provincia, cerca del pueblo de Weihsien. Fueron años de prueba de toda clase, una experiencia jamás imaginada que nos obligó a adaptarnos a la pérdida de todas las cosas que estábamos acostumbrados a tener. Pero en ningún momento nos abandonó el cuidado divino.
Terminada la segunda guerra mundial en 1945, regresamos a Inglaterra, quedándonos más de un año ahí antes de volver a China. Mi hermano se hizo interno en un colegio en Inglaterra cuando en 1947 los cuatro partimos en barco rumbo a nuestro destino final, Shanghai. Mi papá había sido nombrado director del colegio que debía levantarse ahora de la nada, sin dejar de ser fiel sucesor del anterior.
A unos dos años y medio de nuestro regreso a China se instaló el régimen comunista chino el 1 de octubre de 1949. Poco a poco la labor misionera en todo el país iba sufriendo los efectos del sistema político hostil a la fe cristiana. Llegó el momento cuando se hizo necesario el éxodo de todo el personal misionero. Yo había regresado ya a Inglaterra para terminar mi educación secundaria pocos meses antes de la muerte repentina de mi papá en julio de 1950. La noticia me llegó por telegrama enviado por mi mamá desde China. Fue un 1 golpe devastador para los cuatro que nos quedamos. Si no hubiera sido por el Señor, ‘nos habrían inundado las aguas’. Al año siguiente mi mamá y mi hermana regresaron a Inglaterra; el Señor nos proveyó un departamento en el pueblo de Bedford donde vivir y para mi madre, trabajo como maestra en una escuela primaria.
En 1952 fui a la capital para estudiar la carrera de pedagogía en inglés en la universidad de Londres. Los cuatro años que pasé ahí sirvieron para darme una mayor formación intelectual y espiritual. Participaba activamente en el grupo equivalente del GBU, y dentro de mí entendía que el Señor me buscaba para ser toda suya.
Ya licenciada, trabajé dos años en un liceo de niñas en Bedford y vivía con mi mamá. Llegó el momento cuando tuve que elegir el rumbo para mi vida hacia adelante. Desde la edad de nueve años sabía el camino al que el Señor me había llamado: el de ser misionera y profesora en el continente sudamericano. ¿Lo seguiría ahora cuando tenía 25 años? ¿O podría desentenderme de él como de un sueño de niña?
Dos pasajes bíblicos me indicaban que no podía hacer otra cosa sino seguirle sin reserva: Miren de frente tus ojos, tus párpados derechos a lo que está ante ti…no te tuerzas ni a derecha ni a izquierda…(Prov.4.25-27) y Ninguno que, habiendo puesto su mano en el arado, mira hacia atrás es apto para el reino de Dios. (Luc.9.62).
Renuncié al cargo de profesora en Bedford y fui a Oxford para estudiar en un seminario bíblico para mujeres, St Michael’s House, por dos años, siguiendo el curso diseñado para las que íbamos a servir al Señor en el extranjero. Al cabo de ese tiempo me ofrecí a la South American Missionary Society, agencia misionera anglicana cuyos miembros en aquel tiempo se encontraban trabajando en Chile, Argentina y Paraguay. Al ser yo aceptada, se decidió que mi destino sería Chile. Partí entonces en barco el 29 de septiembre de l960 y llegué al puerto de Valparaíso el 1 de noviembre, catorce días antes de cumplir mis 27 años.
Mi primer destino era CholChol, cerca de Temuco, donde había un liceo recién fundado para los hijos de campesinos mapuches de la región. Providencialmente yo ya contaba con un conocimiento básico de la lengua española pero me faltaba mucho. Trabajaba como profesora y con responsabilidad para tareas domésticas en el internado. Fueron dos años difíciles, de adaptación cultural, de aprendizaje del idioma, y de la disciplina del Señor. Sin embargo, fue entonces que se me abrió la puerta para la obra a la cual dedicaría mi vida durante los siguientes años de mi permanencia en Chile, la obra estudiantil. En su providencia Dios envió a Chile al Dr John White, obrero de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos (IFES en inglés) para América Latina. La visita obedeció a su propósito de conocer de cerca la realidad chilena con respecto a la misión de alcanzar a universitarios para Jesucristo. Al ver que había campo propicio para un movimiento relacionado con la CIEE, John nos planteaba la necesidad de que hubiera alguien que se dedicara a la obra pionera. Me sentía muy pequeña para un llamado tan grande, pero fui impulsada por el Señor a decirle a John que estaba dispuesta a ser esa persona. Me aceptó y con su apoyo me lancé; puse mi mano en el arado sin mirar hacia atrás. El año 1963 me trasladé a Santiago y asistí a la Asamblea Mundial de la CIEE que se celebró en el estado de Nueva York en julio.
Poco a poco se iban forjando, primero en la capital y luego en otras ciudades, contactos con estudiantes y pastores; grupos de estudiantes con la visión de dar a conocer a Jesucristo entre sus compañeros en la universidad comenzaban a aparecer. Nació el GBUCh. y años después el movimiento se afilió con la CIEE. Sabía que mi labor estaría cumplida al nombrarse el primer secretario general, puesto al cual el Señor llamó a Josué Fonseca, creo en 1980. Ahora me puse a pensar en qué haría y a dónde iría. No veía nada sino un horizonte vacío. Pero el Señor tomó la iniciativa. Gracias a una pregunta que me planteara Samuel Escobar en una visita que nos hizo en Concepción, vislumbré un camino inesperado. Me preguntó si había pensado alguna vez en Bolivia. Nunca jamás, dije. Pero la pregunta que me dejó incómoda era una semilla plantada en mí que terminó dando fruto. Me costó mucho decirle al Señor: Sí, iré, pero mayor que mi resistencia fue su gracia.
Fue así que llegué a La Paz, Bolivia, el 23 de enero de l982. Comencé a conocer otra realidad, a adaptarme físicamente a la altura, y a sentir que Bolivia ya era mi país adoptivo, el cuarto después de China, Inglaterra y Chile. En la providencia divina ese mismo año llegaron dos personas también llamadas a servir al Señor entre universitarios: Marcelo Vargas, boliviano, ingeniero eléctrico llamado a dedicarse a la obra estudiantil, y Maggie Anderson, misionera escocesa, egresada de la carrera de farmacia. Los tres formamos el equipo pionero; el Señor fue levantando un movimiento, Comunidad Cristiana Universitaria, que llegó a afiliarse con la CIEE en un tiempo relativamente corto.
Ya con mis sesenta años, me iba a jubilar el año 1994 y regresar a Inglaterra. Marcelo fue nombrado como primer secretario general de la CCU. El futuro me parecía un gran desconocido, pero en su inmensa misericordia el Señor se me adelantó. Hacia fines del 1993, descubrí que él me tenía preparado un viudo cristiano inglés que deseaba casarse conmigo. Era David Bentley-Taylor, nacido en 1915, que pocos años desde su conversión a Jesucristo a la edad de 18 años, comenzó a servirle como misionero, junto a su primera esposa, primero en China, después en Indonesia, y luego como obrero viajero de la CIEE. Sus cuatro hijos grandes ya eran padres de los catorce nietos de David.
Nos comprometimos en febrero del año 1994 y partí de Bolivia el 17 de agosto. Nos casamos el 1 de octubre; a mí me faltaba poco más que un mes para cumplir mis 61 años y a David poco menos que cuatro meses para llegar a los ochenta. El matrimonio para mí fue un regalo del cielo y una escuela en la cual seguir creciendo, ya al lado de mi esposo que había caminado con el Señor durante más años que yo. Para ambos fue una experiencia transformadora, rica en alegría y gratitud, en servicio y apoyo mutuo. El Señor se llevó a David a su presencia pocos días después de cumplir sus 90 años. Yo había pedido que falleciera él estando en nuestra casa y que se me dieran las fuerzas que necesitaba para cuidarlo hasta el fin. Ambas peticiones fueron contestadas. Su partida fue la prueba máxima de mi vida. Conocía lo que era ser soltera y luego estar casada; ahora me tocaba ser viuda, amparada por el Señor frente a nuevas oportunidades de servirle. Ya van más de catorce años desde la muerte de David en febrero del 2005. Hasta ahora sigo a mi Señor, Jesucristo, contra viento y marea, sostenida por su Espíritu, por su Palabra y por la comunión con mis hermanos en muchas partes del mundo. Le pido que sea así hasta el día de mi partida para el reino celestial. ¡A él solo sea la gloria!
Felicity Bentley-Taylor, Hereford, mayo de 2019.
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