Por Miguel Pérez

Cuando iba en octavo básico comencé a interesarme en el mundo de los instrumentos musicales de cuerdas, específicamente en la parte más grave de estos y quería un bajo eléctrico. Lo quería mucho, pero como era adolescente y no trabajaba, las posibilidades de obtenerlo eran bien escasas, mi única opción era decírselo a mis papás para que ellos
consideraran si podían/querían comprarlo o no.

Mi mamá, en un incentivo para que yo volviese a tener un promedio sobre seis (desde tercero básico que no tenía un promedio sobre seis), me prometió que si lograba conseguir esa meta, ella me regalaría para navidad el bajo que tanto quería. Me ilusioné mucho, pero no hice un gran esfuerzo para obtenerlo.

Finalmente, cuando el año académico terminó, mi promedio solo alcanzó un 5,9 y yo ya me había empezado a despedir de la idea del bajo eléctrico, pero grande fue mi sorpresa cuando dentro de un paquete de desodorantes que me habían regalado mis papás, había un cable de conexión de un instrumento eléctrico. A pesar de que yo no había cumplido con mi parte del trato, mi mamá me dijo que ella sí cumplía sus promesas y que por su amor (y porque ya me había comprado el bajo hace meses) decidió regalármelo de todos modos.


En el libro de Génesis se nos narra cómo el hombre, al que Dios le había prometido que de él haría una nación grande y que por medio de él serían benditas todas las familias (naciones) de la tierra, ya se estaba haciendo viejo y aún no tenía un hijo que heredase todos sus bienes, ni que le diera descendencia.

Una y otra vez este hombre iba a Dios cuando estaba desanimado porque no veía el cumplimiento de la promesa que le había hecho. Sin embargo, en esas dudas, Dios le animaba a ver como Él cumpliría esta promesa en gran sobremanera, “así como las estrellas será de numerosa tu descendencia” (Gen 15:5), “así como la arena al borde del mar será tu descendencia, incontable”, “serás padre de naciones, de ti saldrán reyes y naciones. Estableceré un pacto perpetuo contigo y tu descendencia, yo seré tu Dios y el Dios de tu descendencia”(Gen 17:4-8).

En medio de este proceso, este hombre cómo veía que nada sucedía, en un intento porque se hiciera realidad esta promesa, tuvo un hijo con la esclava de su esposa. En medio de su desesperación ya que se hacía viejo, y porque aún no veía cumplido lo que Dios le había prometido, le pedía a Dios que considerara a este hijo como el descendiente esperado. Pero Dios tenía sus propios planes, Él era el que había hecho la promesa, Él debía cumplirla y Él tenía preparado todo para hacerlo realidad en su debido tiempo.


Pasado un tiempo, el Señor volvió a reafirmar su promesa con este hombre, pero esta vez le dio una fecha, “dentro un año volveré a verte y para entonces Sara tendrá un hijo” (Gen 18:10). Pero al escuchar estas palabras Sara dudó de la promesa, y Dios tuvo que reafirmar lo que dijo.


El tiempo se cumplió y el Señor mantuvo fielmente su promesa, Sara y Abraham tuvieron un hijo llamado Isaac, el cual nació milagrosamente de un útero estéril y que durante el proceso de embarazo Dios cuidó de su sierva en gran manera (tomando en cuenta los riesgos que existen en un embarazo en una mujer anciana, en la precariedad de ese entonces y la falta de avances médicos ante una urgencia). Gran gozo inundó la casa de Abraham por el cumplimiento de lo que Dios le había dicho.


A pesar de que en medio de todo este proceso, el matrimonio demostraba constantemente que dudaban, y que por medio de sus actos se despedían de la idea de tener un hijo (mentir diciendo que Sara era la hermana de Abraham para que no le hicieran daño, que Abraham tuviera un hijo con Agar, cuestionar la idea de un hijo debido a sus años, entre otros) Aún así, Dios en su infinito amor cumplió con su promesa y le dio el hijo que esperaban. Pero eso no era lo único que Dios había prometido.

Dios le dijo a Abraham que por medio de él serían benditas todas las familias de la tierra, y muchos años después la promesa a Abraham se cumpliría.

El reino de los cielos se había acercado y el Señor mantuvo fielmente su palabra. María tuvo un hijo, nació milagrosamente
siendo concebido por el Espíritu Santo, llamado admirable consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Principe de Paz, Dios con nosotros, Dios salva. Gran gozo inundó la casa de Abraham, de David, de José y el mundo entero por el cumplimiento de la promesa que Dios le hizo a este hombre, en donde por medio de su descendencia serían benditas todas las naciones de la
tierra.

Esa promesa hecha hace muchos años ya se cumplió, sin embargo esto no termina aquí. Hoy esperamos el cumplimiento de otra gran promesa hecha hace muchos años atrás, el día en que Jesús ascendió a los cielos. Aunque muchas veces podamos creer que Jesús se olvidó (así como yo pensé que el bajo no iba a llegar para Navidad) Él cumple todas las promesas (tiene un gran historial de respaldo, lo vemos en la palabra cumplida en Abraham), vivamos esperando esa promesa. Vivamos con la promesa viva en nosotros, sabiendo que Jesús, por medio del Dios vivo, cumple lo que promete, independiente de nuestra incredulidad, descuido y falta de compromiso.

¿En qué aspectos de nuestra vida hemos olvidado la promesa?
¿Qué nos hace olvidar la promesa?
¿Qué cosas que nos han hecho olvidarle debemos reconocer delante del Señor?
¿De qué forma podemos agradecerle al Señor por sus promesas?